LOS RADIOAFICIONADOS Y LA INTERNET (I)

Algunos viejos amigos todavía recuerdan, con una mezcla de melancolía y de asombro, los alocados experimentos tecnológicos que, durante casi dos décadas, tuvieron como excusa y escenario a la caótica estación de radioaficionado de mi padre, instalada en Cerrillos. Aquellas experiencias -que hoy sólo es posible reconstruir arqueológicamente- han recobrado una inesperada vigencia a causa de la reciente universalización de la Internet como fenómeno de comunicación interhumana. De mi apasionada, aunque casual, relación con ambas tecnologías versan estas páginas, que han sido escritas con el doble propósito de reflejar algunas de mis experiencias sobre el corto pero luminoso camino que han recorrido las comunicaciones electrónicas durante el siglo XX y de recordar a quien seguramente fue uno de sus más precoces y convencidos impulsores: don J. Armando Caro, mi padre.

Fue mi padre precisamente el que con ejemplar pedagogía e inusual empeño me animó para que aprendiera a operar sus humildes aparatos cuando contaba yo con tan solo siete años de edad. Aquello sucedió en el verano 1965-1966 y tal experiencia -que forjaría, como ninguna otra quizá, mi vocación por la tecnología y las comunicaciones- consistió en sintonizar manualmente un transmisor de single side band para responder a una llamada general de un radioaficionado que se encontraba nada menos que en Mozambique (CR7JA). Era algo que había visto hacer a mi padre mil veces, pero que nunca había intentado por mí mismo.

Con la incorporación de los equipos de banda lateral algunos años antes, la estación de mi padre había padecido una obligada modernización. El SSB representaba entonces la vanguardia de la radioafición y una apuesta por un empleo más racional y provechoso del espectro de radiofrecuencias. Los viejos aparatos de AM dormían en algún rincón de la casa el sueño de los justos, aunque mi padre sólo conservaba de ellos algún que otro equipo compacto. No llegué a conocer, más que por viejas fotos, los descomunales armarios que eran necesarios para transmitir en los años treinta y cuarenta.

Con diez años de edad era ya casi un veterano en las bandas de onda corta. Los habituales de las tertulias vespertinas me trataban con cierta familiaridad y solía entablar comunicados con aficionados de otros continentes con la misma facilidad con que los niños de hoy utilizan el chat o el correo electrónico. Lo hacía, sin alcanzar a comprender siquiera la complejidad que existía detrás del hilo del micrófono, sin saber de qué forma mi voz viajaba a través de espacio y sin darme cuenta apenas de la extrema pobreza y precariedad de los recursos tecnológicos con que contábamos. Era mi padre el que intentaba pacientemente instruirme en la electrónica con el fin de hacerme comprender los fundamentos científicos de las comunicaciones inalámbricas; pero a pesar de sus intentos, la electrónica me parecía una ciencia misteriosa, impenetrable y hasta un pelín aburrida. A mí me gustaba mucho más escuchar el bullicio nocturno de las bandas laterales, los chirridos de la estática, los idiomas exóticos, las voces femeninas y hasta la monotonía del morse. Si algo era definitivamente ajeno a aquella forma de comunicarse, eso era precisamente el silencio.


Receptor Collins 75A-3 - Año 1965

Pero no sólo aquella desordenada sinfonía deleitaba mis sentidos. La radio -por lo menos como la entendía mi padre- era también un animado espectáculo visual y hasta olfativo. Su shack, como se llama al sitio donde los aficionados tienen sus equipos, era un verdadero caos: sus aparatos solían funcionar a corazón abierto, permanentemente semidestripados, patas para arriba, ocultos tras una maraña de cables y, a menudo, al borde del cortocircuito. Y si la escucha ya era divertida, mucho más excitante lo era la transmisión, entre otras cosas, porque las placas y filamentos de las enormes válvulas de salida inundaban el ambiente de una luz rojiza cuya intensidad variaba rítmicamente según el caudal de la voz de quien modulaba. Gigantescos osciloscopios analizaban la pureza de nuestras ondas emitiendo poderosos destellos verdes desde distintos ángulos. En ocasiones, algunos chisporroteos, como los que provocaba mi padre al descargar los condensadores, daban al lugar el aspecto de laboratorio de algún científico loco.

Aquello también olía a historia: los viejos y pesados transformadores al calentarse, los condensadores derretidos, los cascarudos achicharrados al contacto con las válvulas candentes y los enmohecidos altavoces de entreguerras, despedían un aroma intenso y solemne, como de catedral gótica, que no dejaba a nadie indiferente. Finalmente, las viejas radios a galena, los audiones quemados, el arsenal de válvulas inservibles, los chasis desguazados, los gigantescos capacitores variables, que se apilaban desordenadamente en un rincón de la habitación, la convertían también en un desprolijo y arbitrario museo de tecnologías que iban pasando de moda.

Los viejos equipos de AM tenían este aspecto en los años 40

Pero si la destreza electrónica de mi padre se había forjado en la experimentación y en las lecturas de los manuales más clásicos y las revistas más actualizadas sobre la materia (las que siempre circularon por mi casa, aun en las épocas de más dura estrechez económica), sus habilidades con el micrófono y la comunicación eran, a no dudarlo, el producto de su cultura cosmopolita, de su tacto diplomático, de su singular oratoria, de su tolerancia y de su capacidad para hacer amigos y respetar a los adversarios más enconados.

Mis primeros pasos como radioaficionado activo estuvieron guiados por sus lecciones magistrales acerca de cómo debía utilizarse el espectro de radiofrecuencias, cómo evitar las interferencias, cómo ajustar los equipos sin provocar molestias a los demás, y cómo darle a este pasatiempo un sentido ético de servicio al prójimo en apuros. Escuchar pacientemente antes de transmitir, respetar los turnos y el uso de la palabra, no transmitir música ni hacer transacciones comerciales y evitar desatar inútiles debates sobre política y religión, eran los consejos fundamentales para desenvolverse en el aire. Mi padre los ponía en práctica con auténtico celo, aun a pesar de su intensa vida política, sabiendo mantener en todo momento a las dos actividades cuidadosamente separadas.

Transmisor Heathkit HX-20, con el que hice mi primer DX - Año 1966

Una de las últimas enseñanzas que recibiera de mi padre estaba relacionada con la participación en los concursos de radioaficionados. Con su ayuda, conseguí ganar dos ediciones consecutivas (1977-1978) de un prestigioso concurso nacional en el que los salteños siempre destacábamos. La suerte no nos acompañó, en cambio, en los concursos internacionales. Otra experiencia inolvidable fue el seguimiento en 1979 de la travesía de un navegante solitario japonés que se proponía dar la vuelta al mundo en un pequeño velero. Nuestra estación de radio fue el punto de referencia estable de sus comunicaciones con el Japón y, durante la travesía por el Atlántico Sur, nuestra casa el hogar de tres periodistas japoneses (Akinori Suzuki, Ryoichi Hara y Susumu Machida) que cubrían el acontecimiento deportivo para una cadena de televisión.

La radio me atraía por su policromía y su cosmopolitismo. Más tarde comencé a comprender que aquel espacio común de interacciones era singularmente variado y que el pluralismo y la tolerancia eran valores fuertemente arraigados y compartidos, hasta el punto de que sin ellos, toda la actividad carecía de sentido. Estos valores y otros códigos de aceptación unánime aseguraban una particular e inusual paz intercultural, que no conocía de hostilidades en prácticamente ningún rincón del planeta. Incluso en épocas de fuerte afirmación del Estado-nación y de refuerzo de las fronteras nacionales, la comunidad de radioaficionados se enorgullecía en mostrarse como un espacio global, abierto y sumamente descentralizado, que aceptaba democráticamente, sin complejos y sin segundas lecturas, el liderazgo tecnológico (que no ideológico) de los Estados Unidos de América.

A lo largo de mi vida y en diferentes escenarios y actividades he conocido a personas de las que supe luego que eran radioaficionados. En todos los casos, antes de saberlo, estas personas ya me habían impresionado por su talante liberal, democrático y progresista. Que la práctica de la radioafición influye en el carácter de cada quien dan buena cuenta las atractivas personalidades de los monarcas Juan Carlos I de España y Husein de Jordania, ambos conocidos radioaficionados, famosos también por el cariño que le profesan sus connacionales.