CARTA A SONIA

 

Francisco Vicente de la Cruz

Querida Sonia:

Acabo de hablar contigo por teléfono y continúo sintiendo la necesidad de decirte aquello que no me atrevo a expresarte cuando estamos juntos.

Una y otra vez descuelgo el teléfono para decírtelo, pero la mano me tiembla. Incapaz de marcar tu número, vuelvo a dejarlo en su sitio prometiéndome que en la primera ocasión te lo diré con mis labios y mirándote a los ojos, como siempre he soñado que se lo diría a la chica que un día despertara en mí los sentimientos del amor.

        Absoluto fracaso el mío. Seguramente tú misma habrás notado cómo cuando te hablo, algo se me queda en mi interior que no soy capaz de expresarte con mis palabras.

        Hoy he decidido decírtelo por medio de estas letras para que así quede más patente mi sentimiento hacia ti.

        Te quiero, Sonia. Te quiero.

Cuando no estás, paso el tiempo llamándote en silencio. Por la noche me encojo en la cama y repito tu nombre hasta que los labios me duelen. Te busco en todas las cosas que tú has tocado, en todas las cosas que tú has mirado... en todas las cosas..., pero no estás.

Con angustia necesito el suave aliento de tu voz que me pida que no me derrumbe en esos momentos en que pienso en que mi amor no pudiera ser correspondido por el tuyo. Quiero que sepas mi amor, que el sonido de tu voz es un aire fresco que me estimula y proporciona la suficiente vitalidad para seguir viviendo en espera del siguiente momento en que podamos estar juntos de nuevo.

Jamás me había sentido tan condenado a este dulce y embriagante sentimiento de amor.

Me conformo, incluso, con divisarte en la lejanía y sentir ese cosquilleo en el estómago que sólo conocen los enamorados y que jamás había experimentado hasta que te conocí.

No sé si podrás creerme, pero tu ausencia es mi enfermedad; en el mismo instante en que te despides, empieza a dolerme el pecho, comienzan a temblar mis manos y mis ojos se convierten en los de un niño asustado que se hubiera perdido -tan pequeño- en una ciudad extraña.

Siento envidia de quines compartieron tu niñez, esa parte de tu vida que yo me he perdido. Busco tu imagen en las personas que veo por la calle, y pienso que al doblar la esquina, la próxima en cruzarse puedes ser tú.

Vives conmigo, en mi pensamiento. Eres toda mi vida, mi deseo, lo único que por las mañanas me empuja a seguir adelante; la única diosa a mis ojos.

Me abriga la esperanza de oír tu eco en el infinito, de alcanzar tu pedestal, de ser para ti la brisa que envuelva tu cuerpo, la luz que ilumine tu noche, el verso que mires cada día.

        De nuevo sonó el teléfono. No eras tú esta vez. Temí por un instante volver a fallar en el intento de manifestarte con mis labios lo que te estoy expresando con estas letras. Ahora hubiese sido más fácil con sólo leerte esta carta.

Esta noche tampoco dormiré. Estaré esperando impaciente tu respuesta. Estaré esperando la primera luz del alba que me saque de esta zozobra, de este desasosiego.

        Ahora sólo me queda decirte que espero ardientemente que tú sientas lo mismo por mí, que mi amor pueda ser correspondido por el tuyo, que al fin nuestros destinos converjan para no separarse más el uno del otro, amor.

        No prolongues mi angustia, espero de tus labios la respuesta que será como el aire que me devuelva la vida.

Toma el beso que pongo sobre estas letras. Es para ti.

 

                                                Alfonso.