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El Orfanato de San Elías (IV: El Médico)

Asimilé pronto lo que sucedió en el confesionario como algo normal. Llegué a la conclusión de que cada cura tenía su propio estilo para confesar y, aunque, había pasado un mal rato al principio, luego había estado bien. Más me intrigaba su comentario sobre una posible enfermedad. Por eso respiré aliviada cuando me dijeron que Don Pancracio, el médico del pueblo me esperaba en la enfermería.
La enfermería de San Elías era una pequeña estancia poco iluminada. Tenía una desvencijada camilla y un pequeño armario botiquín donde se guardaban cuatro medicinas. Sentado en el centro de la estancia, y en la única silla, había un hombrecillo con un traje de pana. Había en él algo ridículo, tenía una calva reluciente, gafas redondas de alambre y un bigote pequeño que subrayaba su naricilla chata. Se levantó cortés cuando entré en la habitación.
- Así que tú eres Anita - dijo con una voz atildada, mientras extendía su mano -. Hola, soy el doctor Pancracio.
Yo estreché su mano orgullosa. Nunca hasta ahora ningún hombre me había mostrado tanta educación. Él la retuvo un momento y me observó con curiosidad.
- Vaya, el padre Angel no me dijo que eras tan guapa - añadió mirándome a los ojos -. Tienes unos ojos azules preciosos. Con un movimiento hábil, me soltó el pelo que tenía recogido en una cola de caballo. Pareces una princesa de cuento de hadas. Recorrió después con la mirada el resto de mi cuerpo, no te veo demasiado enferma; pero el padre Angel me ha pedido que te haga un reconocimiento.
Retrocedió y se sentó en la silla.
- Acércate. Más, acércate más.
Me acerqué a él todo lo que me pidió. De manera que su cara quedó a pocos centímetros de mi cintura.
- Empezaremos por las piernas. Bien, levántate la falda. - Me la levanté por encima de las rodillas -.
- Tienes unas piernas perfectas. Largas y morenas. Veamos la piel. - El doctor, puso sus manos en la parte trasera de mis tobillos, y poco a poco, las fue subiendo acariciándome los muslos -.
Era una sensación tan agradable. Hasta ahora ningún hombre me había tocado. Sus manos estaban calientes. Cada vez me gustaba más ese contacto.
- Qué piel más suave. Tus piernas son muy macizas. Estupendas. Súbete más la falda. Eso es, sigue hasta arriba. Eres una niña muy obediente. - Obedecí subiéndome la falda por encima de la cintura. Sus manos ascendieron hasta palparme el trasero, a través de la tela de mis bragas. Se detuvieron allí acariciándomelo -.
Yo cerré los ojos disfrutando de la caricia. No podía dejar de excitarme el pensar qué más me podía hacer.
- Mmmm, veo que estás hecha toda una mujer - dijo sin soltarme el culo y mirando fijamente mi entrepierna, donde mis bragas transparentaban el vello púbico -. No me extraña que disfrutes de tu cuerpo, has de saber que el padre Angel me lo ha contado todo. Muy bien sigamos con la revisión, quítate la ropa y quédate sólo con el sujetador y las bragas. Tengo que auscultarte.
Comencé a desvestirme. El doctor estaba ahora de pie delante de mí, sacando el estetoscopio del bolsillo y ajustándoselo alrededor del suelo. Estábamos tan cerca que pude comprobar que era algo más bajo que yo. Dejé caer mi falda al suelo. Los dedos me temblaban mientras desabrochaba los botones de mi blusa. La dejé caer también.
- ¡Qué maravilla! - Exclamó admirándome las tetas cubiertas por el sujetador -. ¿Cuántos años tienes? - - Trece doctor, - dije, ruborizada -. - - Impresionante, bien respira hondo que te voy a auscultar.
Respiré más profunda y aceleradamente de lo normal, mientras me tocaba con el frío estetoscopio la parte de mis pechos que no cubría el sujetador. Acabada esa exploración se colocó tras de mí y comenzó a auscultarme la espalda. Entonces habló.
- Esto está todo bien. Lo más sorprendente es el tamaño de tus pechos. Debe haber alguna anormalidad de desarrollo. Desabróchate el sujetador que te los voy a reconocer.
Llevé mis brazos a la parte trasera de la espalda, desabrochando el cierre. La proximidad del doctor detrás de mí y sus caricias y toqueteos, habían provocado en mi unos calores que habían hecho aumentar considerablemente el tamaño de mis pechos y mis pezones. Mis tetas escaparon henchidas de la opresión del sostén.
- Por Dios, son enormes - dijo el doctor mientras, aferrando mi cintura desnuda con sus manos calientes me atrajo hacia él, observándome los pechos por encima del hombro -. Las mayores que he visto en mi vida, veamos cómo es su tacto - añadió, subiendo sus manos hasta ellas y sopesándolas como si fueran melones -. Estupendas, son estupendas, deja que las palpe un poco más. Ahh, tus pezones están reventando, también son grandiosos, te da placer que te los acaricie así, ¿verdad? - Susurró el doctor mientras apretándome fuertemente contra su cuerpo, me acariciaba las tetas atrayéndome hacia él y frotándome los pezones en círculos con las palmas de sus manos. - - Síííí,... - respondí disfrutando de esa caricia y abandonándome a todas esas sensaciones nuevas - - - Tus pezones responden perfectamente al estímulo sexual - dijo soltándome -. Veamos el resto. Quítate las bragas y túmbate en la camilla. - - Sí, doctor. - Obedecí y, sin poder ocultar mi rubor, me tumbé desnuda -. - - Eres preciosa - afirmó, mientras seguía acariciándome descuidadamente -. El padre Angel me ha contado que eres una viciosa, que no dejas de tocarte. ¿Te tocas aquí? - preguntó al posar su mano en mi pubis, entreteniéndose en rozarme suavemente el clítoris con la yema de sus dedos -. - - Síííí,... - suspiré llena de vergüenza y de deseo, al notar lo húmeda que estaba ya mi vulva -. No me haga eso, por favor, no. - - ¿Te introduces algo?. O sólo te frotas y frotas, así como hago yo - dijo mientras empezaba a masturbarme. Con una habilidad y suavidad exquisitas, sus dedos me arrancaban gemidos de gusto, que no podía controlar -. - - Mmmm, - cerré los ojos, mi respiración se hizo jadeante, el corazón me latía deprisa y, abriéndome de piernas, ofrecí toda mi vulva mojada a esos cálidos dedos, que extraían de mi garganta gemidos cada vez más profundos de placer intenso -.
Algunas niñas me preguntaron más tarde si el doctor me había hecho daño, porque se oyó un grito que salía de la enfermería. Yo les dije que sólo un poco, mientras venían a mi mente los recuerdos de aquel tremendo orgasmo que tuve mientras, aferrada con mis manos al brazo del doctor, y con las piernas totalmente abiertas, le suplicaba que me lo hiciera más rápido, más y más rápido,...
Por aquel entonces, había unos cuantos hombres por el orfanato. Al padre Angel y al doctor se les había sumado un nuevo profesor. Era joven y simpático. Nos enseñó a cantar el "cara al sol" y otras canciones del régimen franquista. Presuntamente venía a formarnos en el espíritu del glorioso alzamiento nacional, nos leía algunos libros fascistas y nos contaba cosas de la guerra civil. No se le veía, de todas maneras, demasiado convencido de lo que decía. Era bien parecido y musculoso, alguna vez me había parecido descubrir un intercambio de miradas entre él y sor Leocadia, la monja joven que me había traído el uniforme cuando entré por primera vez en San Elías. Alberto, era un chico muy majo, y lo único potable que habíamos visto las huérfanas en mucho tiempo. La mayoría de las niñas cuchicheaban de él, supongo que todas estábamos un poco enamoradas. Él se limitaba a sonreírnos y a reírnos las gracias, y a impartir esa aburrida asignatura, haciéndonos gritar de vez en cuando eso de: ¡España, una!, ¡España, grande!, ¡España, libre!. Nosotras seguíamos los vítores, esperando que se fijara en alguna, pero estaba claro que él no estaba para chiquillas.
Encontré una tarde a sor Leocadia sentada en un banco retirado del parque. Tenía los ojos perdidos en los campos que se divisaban a través de un ventanuco del muro del convento. Su expresión era triste. No teníamos demasiadas oportunidades las huérfanas de hablar con las novicias, por tanto, me acerqué a ella contenta de verla.
- Hola, sor Leocadia. ¿Me puedo sentar un ratito, aquí con usted? - - ¡Ufff!, Anita -dijo dando un respingo -, me has asustado. ¿Qué haces por aquí que no estás jugando con tus compañeras?. - - No, es que... - a veces, me gusta pasear sola por aquí -, y como la he visto... - - No, no, por Dios, no te estoy echando. Sólo pensaba que no debo de ser la compañía más adecuada para una niña de tu edad. Siéntate aquí conmigo, que charlaremos un rato.
Me senté contenta a su lado. Nos miramos y nos sonreímos mutuamente. Sor Leocadia era una novicia poquita cosa.
- Vaya, hija, que cuerpazo tienes - dijo como sorprendida al verme sentada a su lado y comparándolo con el suyo -. La verdad es que pareces mayor de tu edad. - se paró pensativa y como cayendo en algo -, no te llevas muy bien con el resto de las niñas ¿verdad?. - - No hermana, - le contesté feliz de poder charlar con alguien -. Son muy crías y se pasan todo el tiempo criticándome, y hablando entre ellas. - - A buena vas con ese cuento, yo también sé lo que es sentirse de esa manera. Entré de novicia muy joven en este lugar y, bueno, no es cuestión de contarte mi vida. - - Pero, hermana, usted tiene a Dios. Es una monja. - - No por mi voluntad. No tuve elección. Y no creo que tenga mucha vocación, todo sea dicho. Aquí es todo muy aburrido. A veces, me parece que estoy en la cárcel. Y no me llames de usted, por favor. - - Bueno, pero... - la miré sorprendida e intentado dar un nuevo giro a la conversación -, a veces te veo reír cuando hablas con Alberto y,... - - Sí, Alberto - me miró risueña -, no me digas que no está bueno. - - Buenísimo, - reí yo -, todas las niñas están enamoradas de él. ¿ A ti también te gusta?. - - Mucho, - dijo haciendo una mueca - pero me parece que nos estamos pasando. Tendremos que confesarnos con el padre Angel, por pecar de pensamiento, me parece - dijo sonriendo - - -. Por cierto hoy ha venido para hacernos una sesión de confesionario y esas cosas.
Al mencionar al padre Angel, me ruboricé inmediatamente. Me vinieron a la mente los recuerdos de mi última confesión con él.
- Ja, veo que ya te has confesado. Te ha preguntado si te masturbabas, ¿verdad?. Le encanta preguntarlo. Imagino que le dirías que no, como hacemos todas. - - No, yo le dije que sí. -dije azorada - Y, entonces,... - - Por Dios, ¡le dijiste que sí a ese carcamal!. Y ¿qué te dijo después?. Cuenta, cuenta. - - Me dijo, me pidió que me masturbara allá mismo delante de él. - - ¡Qué barbaridad!. ¡ Maldito viejo verde! ¿Tú te fuiste?. - - No, me masturbé. - - ¡Virgen Santísima! . Qué horror debiste pasar. - - No, me gustó mucho.
Aquella tarde, después de la merienda, sor Leocadia me cogió de la mano y me llevó a la capilla. Yo estaba asustada, no sabía como iba a acabar todo. Dejándome arrodillada y rezando, sor Leocadia se acercó a la silla donde el padre Angel, la esperaba a oír en confesión. Yo estaba arrodillada y les observaba de reojo. Pensaba que sor Leocadia le iba a cantar las cuarenta a ese cura. El padre Angel pasó el brazo alrededor del cuello de la novicia, en la postura que era habitual en él e iniciaron una confesión. Al cabo de un rato noté un extraño movimiento en la monja. Movía su cuerpo rítmicamente y el cura la mantenía abrazada. ¡Se estaba masturbando delante del padre Angel, como había hecho yo!. Cuando acabó se levantó y vino hacía a mí. Estaba sonrojada y le brillaban los ojos. Guiñándome un ojo dijo: - Es tu turno.
- Ave María Purísima - dije al arrodillarme en el reclinatorio, delante de la silla donde estaba sentado el padre Angel, y observando escandalizada el bulto que le marcaba su erección por debajo de la sotana -. - - Sin pecado concebida - dijo viéndome como quien veía a una aparición - Dime tus pecados hija mientras, pasaba su brazo por mis hombros.
La capilla se había quedado vacía. Estábamos solos. Por tanto, me relajé algo y empecé.
- Ya he ido al médico, padre, usted me dijo que viniera a confesar cuando el doctor me hubiera reconocido. - - Sí hija, es verdad. Que obediente eres. Bien, cuéntame qué te dijo. - - Me dijo que me desnudara. - - ¿Completamente? - - Sí, padre. - - ¿Te comentó algo? - - Sí, me dijo que tenía los pechos muy grandes para una niña. Me los estuvo tocando. - - ¡Qué miserable!. Eso se lo debe hacer a todas. Con las calenturas que tú tienes. A ver, enséñame un pecho para que vea yo si es verdad. - - Como quiera padre, - me desabroché la parte superior del vestido y saqué fuera una de mis tetas, no sin antes lanzar una mirada furtiva a la capilla comprobando que seguíamos solos -. - - ¡Demonio de niña!. Esto no puede ser más que obra del diablo - dijo mirando extasiado mi enorme teta rebosando fuera del vestido -. Esto no es real -dijo palpándome la teta con su mano y comprobándolo -. Te tocaba así, no. ¿Te gusta, pecadora? - - Sí, padre. También me acarició los pezones hasta ponérmelos duros. - - ¿Lo hacía así? ¿Qué más te hizo? - - Sí padre, así de duros, como los tengo ahora me los puso el doctor. Luego me tumbó en la camilla y me masturbó mucho, hasta que tuve un orgasmo. - - ¡Maldito!. Dime cómo lo hizo.
Yo disfrutando de lo lindo le cogí la mano que se negaba a soltarme la teta y me la llevé por dentro de las bragas hasta que la puse sobre mi sexo.
- Puso sus dedos, aquí y empezó a frotar despacio - dije mientras intentaba guiar con mi mano la suya. Una vez que noté el contacto de sus dedos con mi clítoris, empecé a moverla -. - - Lo hacía así, hija, ¿así?. - - Sí padre, - dije entrecordamente, mientras guiaba su mano inexperta con la mía incrementado el ritmo de la masturbación -. - - Estás toda mojada. ¿Eso es que te gusta?. - - Sí, sí, me va a venir, padre me va a venir. Más rápido, padre, siga más. - El padre Angel seguía masturbándome, sin parar - - - Ahora, ahora. Me corro. - y me corrí plácidamente en la mano del cura, que acabó exhausto y rojo como un tomate -. - - Así me lo hizo el doctor, padre. ¿Se lo he explicado, bien?
El padre Angel no podía articular palabra. Tenía su mano todavía aferrando mi sexo, y su mirada fija en mi voluminosa teta al descubierto. Yo, observé como el bulto de su sotana se había hecho enorme, sin poder contener la tentación, excitada como estaba, alargué la mano y le aferré el pene por encima de la sotana. Lo noté duró como la piedra y caliente. El padre Angel dio un respingo y levantándose de la silla precipitadamente, salió corriendo de la capilla y gritando como un poseso.
- ¡Apártate de mí Satanás!. ¡Apártate!.
No lo volvimos a ver más por San Elías. Sor Leocadia me contó que corrían rumores de que se había ido a las misiones.

PRÓXIMAMENTE
CAPITULO V EL ESPIRITU NACIONAL
Datos del autor/a:
Nombre: Susana.
 
 

FIN


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