ADIOS TANGO

 Francisco Vicente de la Cruz

 

Adiós, Tango amigo.

Gracias por estos diez años de tu compañía. Gracias por ser mi amigo fiel, y gracias por poder decirte gracias hoy, día de nuestra despedida.

No es normal comenzar una carta por el final, por la despedida, pero en esta ocasión, amigo Tango, quiero que sea este el fin principal de ésta: decirnos adiós para siempre.

¿Recuerdas Tango aquella fría mañana cuando nos encontramos?

Acababa de llegar la tarde anterior a aquella ciudad desconocida para mí. Nunca había estado allí con anterioridad. Había llegado hasta aquel lugar porque era la última estación hasta donde llegaba el tren en el que había viajado. En realidad, nunca se va tan lejos como cuando no se sabe a donde se va.

Con los últimos duros que me sobraron después de adquirir el billete, había comprado la botella de wisky que aún llevaba conmigo. Instintivamente llevé mi mano al bolsillo del gabán para comprobar que estaba allí, que no me la había dejado en el tren. Me sentí tranquilo al confirmar su presencia, e incluso sentí una cierta sensación de  satisfacción al acariciar su frío cuerpo de cristal.

Aún quedaban unos tragos, pero no tendría suficiente para toda la noche. De momento uno más y ya veríamos cuando se acabara cómo me haría con otra.

Sin darme cuenta, querido Tango, estaba metido entre la riada de gente que iba y venía de un lado para otro por las calles mojadas por la lluvia que caía lentamente entre algún copo de nieve. Todos parecían tener prisa menos yo. Con frecuencia recibía algún empujón de la gente que transitaba por las aceras que, llevando grandes bolsas de compra en la mano, parecían caminar presurosos por llegar a alguna parte. No entendía yo, que no tenía lugar alguno donde ir, esa manera presurosa de correr, amigo Tango.

Durante largo tiempo estuve vagando sin rumbo de un lado para otro. La lluvia continuaba cayendo mansamente. Las luces de los coches que se reflejaban en el asfalto, las de los escaparates, las de la ornamentación de las calles, todo contribuía a proporcionar al paisaje de aquella desconocida ciudad el ambiente propio del día, o mejor dicho, de la noche que se celebraba.

         Era la noche de Nochebuena, Tango. No lo había olvidado, pero la verdad es que me fastidiaba recordarlo.

La gente iba y venía de un lado para otro sin parar. A veces me daba la sensación de que yo iba a contracorriente entre tanta gente, otras parecía dejarme arrastrar por aquella riada que fluía sin cesar por la larga avenida.

         Me detuve al pasar junto a un escaparate donde se exponían toda clase de artículos de Navidad. Mazapanes, turrones... y bebidas. Me llevé de nuevo la mano al bolso del abrigo tratando de comprobar si estaba mi botella. Recordé que ya sólo me quedaba un último trago y no podría pasar sin ella toda la noche. ¿Qué podría hacer,? me pregunté. ¿robar una? ¿comprarla? ¿con qué si en mis bolsillos no quedaba ni un solo duro?

         En pocos minutos, y te lo confieso avergonzado amigo Tango, aprovechándome de la caridad de la gente más sensible sin duda aquella noche, ya tenía el dinero suficiente para comprarme otra botella. No había sido necesario más que extender la mano en la esquina del supermercado. El aspecto desaliñado con el que me conociste fue suficiente para conmover la caridad de la gente y hacerme con unas monedas que ponían en mi mano tendida, así como algún producto navideño que acababan de comprar en aquella tienda. Cuando consideré que tenía suficiente, entré en el supermercado y compré una nueva botella de wisky. No podía pasar la noche sin mi botella, necesitaba olvidar muchas cosas y sólo el alcohol me podía ayudar a hacerlo.

Poco a poco había llegado a las afueras de la ciudad. Las luces de Navidad y los escaparates de las tiendas habían quedado atrás. Ya no se escuchaban los villancicos en las puertas de los establecimientos ni se veía la gente presurosa. La iluminación era ya escasa en aquella zona. Seguramente por allí habría algún sitio donde pasar la noche.

         -Feliz Navidad, señor. –me dijo una buena señora que salía a la calle con una gran caja de cartón para dejarla junto al contenedor de la basura.

         -Feliz Navidad, -le contesté procurando que no notara en mi voz el estado en que me encontraba.

         -Que tenga buena noche, señor –me dijo de nuevo la señora mientras abría de nuevo la puerta de la casa

         Esa caja de cartón me servirá de abrigo, pensé.

Cuando la señora hubo cerrado la puerta me dirigí a por ella. No era mucho, pero, a falta de otra cosa, me libraría del intenso frío. Había además en el contenedor dos barras de pan que me vendrían muy bien para comer algo aquella noche. Mi cena de nochebuena, pensé mientras las guardaba en el bolso del gabán.

Con mi caja de cartón a cuestas recorrí unos metros más hasta la primera bocacalle donde había lo que parecían ser las ruinas de una casa abandonada; el olor a basura y desperdicios por el suelo así me lo hicieron adivinar más que comprobar, pues las oscuridad era absoluta en aquel recinto. Además del ruido de mis pasos al entrar en aquellas ruinas, pude sentir cómo algún animal que merodeaba por aquel lugar se daba a la fuga al sentir mi presencia.

Feliz Nochebuena, me dije a mí mismo una vez que hube extendido la caja de cartón en el suelo. Un nuevo trago de la botella y a dormir, mañana será otro día.

Me despertó el paso de un tren al amanecer. Las vías del ferrocarril pasaban próximas al lugar donde había dormido aquella noche. A pesar de ello, ningún ruido había perturbado mi sueño. Sentía frío y hambre. Mi cuerpo tiritaba y el estómago se revolvía dándome vueltas, mitad por los efectos del alcohol y mitad por que hacía ya varias horas que no probaba bocado. Me acordé de las dos barras y de la botella. Un poco de alcohol y un poco de pan duro me quitarán el frío y el hambre, pensé mientras a duras penas me ponía en pié.

¿A dónde iré hoy? Miré por uno y otro lado y no se veía un alma por aquella zona. Estaba en un barrio de los suburbios de la ciudad, sus calles desiertas, y todas sus gentes parecían haber desaparecido. Sin duda habían estado celebrando la Nochebuena hasta altas horas de la noche.

Dando traspiés, bajé un terraplén hacia donde pasaban las vías del ferrocarril. Miré a uno y otro lado mientras echaba otro trago de la botella. No debería beber tanto, me dije, pero ¿qué más da? Así no me acordaré de nada. No merece la pena recordar el pasado, el presente mejor olvidarlo, y el futuro no sé si existe.

Sin saber dónde ir, comencé a caminar por entre las vías que se perdían en una larga recta en el horizonte. Me era muy difícil seguir caminado. Mis pies torpes tropezaban a cada paso con las piedras hiriéndome mis helados pies. Si caminaba recto era sólo porque aquellas largas paralelas me marcaban el camino. Sonó el ruido de un tren que se acercaba. Por un momento pasó por mi cabeza la tentación de terminar allí mismo con mi soledad, de terminar con todo. Sería un instante... y todo se habría acabado. Me eché a un lado y el tren pasó a toda velocidad. No había tenido la suficiente valentía, o tal vez la cobardía de llevar a cabo lo que había acabado de pasar por mi cabeza, amigo Tango.

La próxima vez no me retiro, pensé. Tomé otro trago de la botella tratando de encontrar en el alcohol el valor para acabar con todos los problemas que no había sido capaz de afrontar a su debido tiempo.

Desafiante, levanté la vista hacia el horizonte en actitud de retar a un imaginario tren que se acercase. ¡Ven aquí...! ¡Aquí me tienes y no me voy a quitar...! ¡Me llevarás por delante, así te quedas con este puto mundo que no vale una mierda...!, gritaba agitando las manos.

El resto ya lo sabes, amigo Tango.

-¿También tú, chucho asqueroso, vas a coger el primer tren que pase...? ¿A ti también te ha abandonado tu familia...? ¿se te acabó el dinero...? Que yo sepa... los perros no jugáis ni bebéis alcohol... ni perdéis vuestro trabajo... aunque... me parece que a ti también te han abandonado tus amigos...

Sentí cómo me mirabas. Un ladrido tuyo mientras clavabas tus tristes ojos en los míos, me hizo comprender que te encontrabas vagabundo y solitario igual que yo. Mientras movías tu cola, los movimientos de tu cabeza me indicaban que me apartase a un lado, que no hiciera lo que estaba pensando.

Ven acá... no tengas miedo..., te dije con voz insegura por el alcohol. No pasará nada.

Tu respuesta me conmovió. Tu actitud de acariciar con tu lengua mi mano tendida, encendió una luz en la oscuridad de mi mente, que me hizo ver que al menos tenía un amigo, que no estaba sólo, como creía, en este mundo.

Coloqué mi mano sobre tu cabeza para acariciarte, como ahora lo estoy haciendo, y tú, poco a poco, hiciste que me fuera apartando de aquel lugar, que cuando llegase el próximo tren, continuase su camino sin dejar allí el cuerpo de un hombre borracho que no tuvo la valentía de afrontar sus problemas, y que allí, cobardemente ponía fin a su vida.

-¿Tienes hambre?

Un suave gruñido mientras me mirabas con esos ojos me dio a entender que, al igual que yo, hacía tiempo que teníamos el estómago vacío.

-Tengo dos barras de pan que me encontré anoche y unos polvorones, los compartiremos... perdona que no te invite a un trago... Me parece que los perros no tomáis wisky. ¿Quieres un poco de wisky? No me mires así, hombre... que no es para tanto... sólo he bebido unos tragos de nada...

Perdóname, Tango. Estaba borracho.

Ese fue nuestro primer desayuno juntos, allí al lado de la vía, tomando los primeros rayos del sol de aquella fría mañana de Navidad viendo cómo se acercaba, y afortunadamente viendo cómo se alejaba a toda velocidad por aquellas dos líneas paralelas que se perdían en el horizonte, el siguiente tren, aquel tren que yo tenía pensado tomar.

-Hemos de ir a alguna parte, amigo. Por cierto ¿Cómo te llamas?  Perdona... ya sé que no me lo puedes decir... Tango, ¿Te parece bien Tango? Así es la vida, mi amigo... un tango que... o sabes bailarlo o... te quedas viendo cómo lo bailan los demás mientras tú te mueres de asco...

         Han pasado diez años de aquel día de nuestro encuentro, amigo Tango. Hoy que nos despedimos he de decirte una cosa:         Nunca tuve mejor amigo que tú. A nadie le importaba ya en este mundo excepto a ti. A ninguna mujer con la que me acosté, a ningún falso amigo con el que me jugué todo mi dinero y a ningún compañero de juergas, borracheras y correrías le hubiera importado lo que yo iba a hacer aquella mañana de Navidad. Nadie me devolvería el trabajo que perdí, el dinero que jugué, ni la mujer que me abandonó. Sólo un perro, un perro vagabundo como tú que me encontré en una ciudad desconocida junto a las vías del tren, hizo caso a un borracho que no tenía más que dos barras de pan duro y una botella de wisky para celebrar la Navidad.

         Adiós, Tango Amigo. Descansa en paz. Tan sólo lo que hemos perdido nos pertenece para siempre.

 

                                     FIN