La
tarde era fría, áspera y desapacible. El viento del norte soplaba con fuerza y
produciendo espantosos gemidos al pasar por entre las gárgolas del viejo
convento y haciendo mecer los cipreses que poblaban la ladera.
De vez en cuando, algún claro en
el cielo entre los densos nubarrones, permitía asomar algunos tímidos rayos de
sol, los últimos de la tarde, iluminando las viejas piedras con un tono áureo
y pajizo que rápidamente, al ocultarse, hacían que tomase de nuevo el aspecto
sombrío, lúgubre y frío, que tenía aquella vetusta fortaleza.
Hacía frío, frío como el que
hace en los páramos de Castilla cuando en el mes de noviembre las primeras
nieves están próximas, cuando los chopos de la ribera, hasta hace poco con sus
hojas amarillentas, ya las han perdido todas, cuando por las mañanas amanece el
campo cubierto por una blanca capa de escarcha. Allá, a lo lejos, cuando el
tiempo estaba claro, en los atardeceres serenos y tranquilos, o cuando el cierzo
barría las nubes del cielo, podían verse las cumbres de las montañas ya
cubiertas de nieve desde hace días.
El silencio, amén de los rugidos del viento, era casi total. Tan sólo
roto por las lejanas voces de un pastor dirigiendo sus ovejas por un polvoriento
camino, y el ladrar de los mastines colaborando dócilmente en el empeño. Los
cencerros de los borregos que precedían el rebaño daban un desacompasado toque
melódico al paisaje.
Una carreta cargada con haces de leña, subía torpemente tirada por un
par de reses a las que dirigía un hombre, ya mayor y de pequeña estatura,
conocido de la monja. Era el señor Emilio, el que subía hasta allí, bien con
sus caballerías o con su carreta, las provisiones para el convento cuando era
menester.
Al fondo serpenteaba el río que bajaba desde la montaña y ahora
transcurría manso por la llanura formando amplios meandros. En las noches de
luna llena, a veces, la luna se refleja en sus aguas cuando los árboles del
bosquecillo que pueblan sus orillas están desnudos de hojas, formando un espectáculo
de reflejos plateados tan bellos, que se podría decir que un gigantesco
brillante yacía bajo su superficie.
Aquel espectáculo, cuando se producía, le hacía acordarse de la
primera, y única vez, que vio el mar. En sus cincuenta y cuatro años Aurora no
había visto el mar más que una sola vez cuando fue con sus padres y su hermano
a La Coruña para asistir a la ordenación sacerdotal de su tío Ricardo, hoy
anciano sacerdote. En aquella ocasión pudo ver aquello que ella recuerda como
un gran lago donde al final el cielo se juntaba con el agua, y después... ¿Qué
habría después? ¿cielo o agua? O ¿Tal vez las dos cosas juntas? Se decía
para sí misma. La luna, reflejándose sobre el río, le traía aquel recuerdo y
pensaba que cuando destellase sobre aquel mar tan inmenso, se convertiría también
en un gigantesco brillante plateado.
A la derecha, en la ladera, el pueblo, el viejo pueblo con sus casas de
adobe y barro, algunas de ellas ya derruidas. De las que aún quedaban
habitadas, como un signo de vida de sus moradores, destacaba el penacho de humo
de sus chimeneas, que a causa del viendo te aquella tarde, no subía en rectas
columnas hacia el cielo, sino que más bien se diseminaba de inmediato por
encima de los tejados. A esa hora sus moradores encendían sus fogones, sus
lumbres de leña para preparar la cena y calentar la casa. En las tardes
tranquilas, cuando el viento está completamente en calma, desde la ventana del
convento desde donde contemplaba aquel paisaje se veía como una tenue capa de
humo se extendía por el valle volviendo borrosos los pocos detalles que a esa
hora de la tarde iban siendo cubiertos por la oscuridad. Hasta allí arriba, el
viento le traía el olor a leña quemada en el fogón, a la cena hecha sobre
aquel pote de hierro colgado del palo de la chimenea por unas cadenas negruzcas
por el humo, aquel olor que a Aurora le recordaba otros tiempos de su niñez,
cuando se criaba en un pueblo como aquel, cuando esperaba el retorno de su padre
y de su hermano mayor, Felipe, que volvían cansados y polvorientos de las
faenas del campo.
Cerró los ojos por un momento intentando recordar, intentando
transportarse de nuevo una vez más a aquel lugar, a aquel tiempo, a aquella
casa donde ella nació y vivió los años de su infancia.
Cuando aún era muy joven, apenas cumplidos los nueve años, a los dos
meses de haber tomado su primera comunión, murió su madre. Aún la recuerda
con cariño a pesar de los años transcurridos. Aún siente ese recuerdo
agridulce del día más feliz de su vida casi coincidente en el tiempo con la
muerte de su ser más querido. Ni una sola noche ha dejado de rezar una oración
por ella al acostarse, como ella le había enseñado que hiciera por su
abuelito.
A raíz de este suceso, su tío Ricardo, el cura, había aconsejado a su
padre un modelo de vida mejor para la niña. Aunque ellos, su padre y su
hermano, hubiesen de quedarse solos, era conveniente que la niña, debido a su
corta edad, recibiera una educación mejor que la que ellos podrían ofrecerle.
Así se hizo y su tío se encargó de preparar su ingreso en el convento de
Santa Catalina, en ese mismo convento donde se encontraba.
Qué lejanos recuerdos, pero qué presentes aún en su memoria. No en
vano una y otra tarde, después del rezo de vísperas y antes del toque de
llamada para el refectorio, durante el pequeño lapso de tiempo que otras
hermanas aprovechaban para dar un paseo por el claustro, ella se asomaba por
aquella ventana y pasaba los ratos de que disponía disfrutando de aquel hermoso
paisaje, que por otra parte ya le resultaba, después de cuarenta y tantos años
años, tan familiar.
Le resultaba particularmente agradable aquella hora de la tarde. En el
verano, cuando el sol se ocultaba tras de las montañas del horizonte, se percibía
un agradable sosiego, y una delicada brisa constituía una tregua que aliviaba
de los secos calores que abrasaban los campos. Cuando el otoño llegaba, los árboles
que se desprendían de sus hojas, le invitaban a pensar y recordar sus seres
queridos, que poco a poco habían ido desapareciendo. Los campos, que entregaban
sus frutos a los labradores que tan duramente los habían trabajado, a meditar
sobre el paso por la vida, los frutos recogidos vida cuando esta termine. El
invierno pureza, renovación, morir para volver a nacer. Cuando las nieves de la
montaña bajaban hasta el valle cubriendo de un blanco manto lo que en otro
tiempo eran verdes praderas, traían hasta la mente de Aurora la esperanza de
una nueva vida: morir para volver a nacer de nuevo. Por primavera, cuando los
campos volvían a reverdecer, cuando el olor al tomillo y al romero que cubría
la ladera, volvía a invadir el ambiente, cuando los árboles volvían a
vestirse de nuevo, cuando en definitiva, todo volvía a revivir, la mano de Dios
que es capaz de hacer brotar una y otra vez el milagro de la vida.
Todos estas consideraciones,
estas reflexiones acudían a la mente de Aurora cuando desde aquella atalaya se
asomaba a su ventana, a aquel mirador después del rezo de vísperas y antes de
acudir al refectorio.
Era esta una costumbre que había adquirido desde pequeña a pesar de los
regaños y la prohibición de la madre superiora. Siempre le había gustado ver
aquel trocito de mundo desde aquel pequeño hueco en la vieja pared que le
permitía asomarse al universo, el único mundo que ella conocía amén de los
lejanos recuerdos que conservaba de su pueblo y de su viaje a La Coruña, su
primer y único viaje en tren, del que recuerda el humo de la locomotora y cómo
los árboles, las casas y las estaciones pasaban velozmente a su lado. Recuerda
haber visto muchas cosas desde aquel tren con su nariz pegada al cristal del vagón
desempañándolo de vez en cuando con la manga de su rebeca. Recuerda haber
visto muchas cosas desde aquel tren... incluso vio el mar, cuando ya se
aproximaban a la ciudad.
El sol ya se había puesto. Las sombras comenzaban poco a poco a adueñarse
del valle. Ya apenas se distinguían las montañas del horizonte, pero aún se
perfilaban como sombras oscuras sobre el cielo más claro por donde el sol se
había ocultado. Algunas estrellas, las primeras de la noche, comenzaban a
brillar. Aurora no conocía su nombre, no tenía idea de los nombres de los
astros, pero todas las tardes las veía aparecer cuando el cielo estaba limpio y
transparente. A su modo, para sí misma, le había puesto nombres a las más
tempranas, a las más brillantes. Aquella que aparecía la primera, por donde el
sol se ocultaba, era Santa Rita. Aquella otra, más alta sobre el horizonte,
pero con algo menos de brillo, era Santa Cecilia. Otras dos juntitas, que aparecían
casi al mismo tiempo, eran Santa Justa y Santa Rufina, dos hermanas vírgenes mártires
que murieron defendiendo su fe. La luna, sin embargo, no tenía nombre, era
simplemente la Luna.
El aire continuaba soplando frío y lóbrego en aquella noche
desapacible. Los viejos muros de aquella vieja fortaleza posteriormente
reedificada, más que restaurada, y convertida en convento parecían dispuestos
a afrontar el temporal como si de un navío aguantando la tempestad en alta mar
se tratara.
Muchos habían sido hasta entonces las adversidades sufridas por aquella
vieja fortificación en otro tiempo mansión de grandes señores. Muchas las
tempestades sufridas por aquella nave
En otro tiempo allí vivió el señor y dueño te todas aquellas tierras
que se divisaban desde la colina, Don Gonzalo de Medina con su señora, Doña
Irene.
Don Gonzalo siempre luchó bravamente al lado del rey durante la expulsión
de los moros de aquellas tierras.
En una cruenta batalla su palacio fue destruido y la mayoría de sus
soldados murieron, pero el enemigo fue finalmente vencido y expulsado de sus
dominios. El tenía que seguir luchando, pero dejó a doña Irene, su mujer, al
cargo de unas hermanas que por aquel entonces tenían su casa en la falda de la
colina. Poco después murió en la batalla.
Doña Irene mandó
reedificar aquella fortaleza para que fuera la casa de aquellas monjas que tan
amablemente la habían acogido, y su casa hasta su muerte. Así mismo mandó
construir dos tumbas donde descansarían para siempre su marido y ella cuando
llegase su hora, e hizo donación de todos sus bienes a las hermanas del
convento. A cambio de esto mandó que se dijeran dos misas al año, una cada día
del aniversario del fallecimiento de cada uno de ellos.
En aquel viejo edificio que se levanta en lo alto de aquella colina, en
la única pared que quedó después de su destrucción, hay un viejo mirador
donde Aurora, desde que era niña, pasa las horas mirando aquel trozo de mundo,
casi el único que conoce, pero que ella considera “su mundo” como reina y
señora de aquel castillo.
La noche es fría, y el viento sopla del norte. Suena una campanilla que
llama a las hermanas a reunirse para la cena. La hermana Aurora cierra la
ventana. Hoy no ha visto a Santa Rita ni a Santa Cecilia, tampoco a Santa Justa
ni a Santa Rufina, ni a tantas otras estrellas de las que ella sola conoce su
nombre, pero se despide de ellas, porque sabe que están ahí, abrigadas por las
nubes que cubren el cielo, porque en aquella noche de otoño también las
estrellas sienten frío.