Retrato de Otoño desde el mirador de un Convento

 

 

Francisco Vicente de la Cruz

 

 

La tarde era fría, áspera y desapacible. El viento del norte soplaba con fuerza y produciendo espantosos gemidos al pasar por entre las gárgolas del viejo convento y haciendo mecer los cipreses que poblaban la ladera.

De vez en cuando, algún claro en el cielo entre los densos nubarrones, permitía asomar algunos tímidos rayos de sol, los últimos de la tarde, iluminando las viejas piedras con un tono áureo y pajizo que rápidamente, al ocultarse, hacían que tomase de nuevo el aspecto sombrío, lúgubre y frío, que tenía aquella vetusta fortaleza.

Hacía frío, frío como el que hace en los páramos de Castilla cuando en el mes de noviembre las primeras nieves están próximas, cuando los chopos de la ribera, hasta hace poco con sus hojas amarillentas, ya las han perdido todas, cuando por las mañanas amanece el campo cubierto por una blanca capa de escarcha. Allá, a lo lejos, cuando el tiempo estaba claro, en los atardeceres serenos y tranquilos, o cuando el cierzo barría las nubes del cielo, podían verse las cumbres de las montañas ya cubiertas de nieve desde hace días.

         El silencio, amén de los rugidos del viento, era casi total. Tan sólo roto por las lejanas voces de un pastor dirigiendo sus ovejas por un polvoriento camino, y el ladrar de los mastines colaborando dócilmente en el empeño. Los cencerros de los borregos que precedían el rebaño daban un desacompasado toque melódico al paisaje.

         Una carreta cargada con haces de leña, subía torpemente tirada por un par de reses a las que dirigía un hombre, ya mayor y de pequeña estatura, conocido de la monja. Era el señor Emilio, el que subía hasta allí, bien con sus caballerías o con su carreta, las provisiones para el convento cuando era menester.

         Al fondo serpenteaba el río que bajaba desde la montaña y ahora transcurría manso por la llanura formando amplios meandros. En las noches de luna llena, a veces, la luna se refleja en sus aguas cuando los árboles del bosquecillo que pueblan sus orillas están desnudos de hojas, formando un espectáculo de reflejos plateados tan bellos, que se podría decir que un gigantesco brillante yacía bajo su superficie.

         Aquel espectáculo, cuando se producía, le hacía acordarse de la primera, y única vez, que vio el mar. En sus cincuenta y cuatro años Aurora no había visto el mar más que una sola vez cuando fue con sus padres y su hermano a La Coruña para asistir a la ordenación sacerdotal de su tío Ricardo, hoy anciano sacerdote. En aquella ocasión pudo ver aquello que ella recuerda como un gran lago donde al final el cielo se juntaba con el agua, y después... ¿Qué habría después? ¿cielo o agua? O ¿Tal vez las dos cosas juntas? Se decía para sí misma. La luna, reflejándose sobre el río, le traía aquel recuerdo y pensaba que cuando destellase sobre aquel mar tan inmenso, se convertiría también en un gigantesco brillante plateado.

         A la derecha, en la ladera, el pueblo, el viejo pueblo con sus casas de adobe y barro, algunas de ellas ya derruidas. De las que aún quedaban habitadas, como un signo de vida de sus moradores, destacaba el penacho de humo de sus chimeneas, que a causa del viendo te aquella tarde, no subía en rectas columnas hacia el cielo, sino que más bien se diseminaba de inmediato por encima de los tejados. A esa hora sus moradores encendían sus fogones, sus lumbres de leña para preparar la cena y calentar la casa. En las tardes tranquilas, cuando el viento está completamente en calma, desde la ventana del convento desde donde contemplaba aquel paisaje se veía como una tenue capa de humo se extendía por el valle volviendo borrosos los pocos detalles que a esa hora de la tarde iban siendo cubiertos por la oscuridad. Hasta allí arriba, el viento le traía el olor a leña quemada en el fogón, a la cena hecha sobre aquel pote de hierro colgado del palo de la chimenea por unas cadenas negruzcas por el humo, aquel olor que a Aurora le recordaba otros tiempos de su niñez, cuando se criaba en un pueblo como aquel, cuando esperaba el retorno de su padre y de su hermano mayor, Felipe, que volvían cansados y polvorientos de las faenas del campo.

         Cerró los ojos por un momento intentando recordar, intentando transportarse de nuevo una vez más a aquel lugar, a aquel tiempo, a aquella casa donde ella nació y vivió los años de su infancia.

         Cuando aún era muy joven, apenas cumplidos los nueve años, a los dos meses de haber tomado su primera comunión, murió su madre. Aún la recuerda con cariño a pesar de los años transcurridos. Aún siente ese recuerdo agridulce del día más feliz de su vida casi coincidente en el tiempo con la muerte de su ser más querido. Ni una sola noche ha dejado de rezar una oración por ella al acostarse, como ella le había enseñado que hiciera por su abuelito.

         A raíz de este suceso, su tío Ricardo, el cura, había aconsejado a su padre un modelo de vida mejor para la niña. Aunque ellos, su padre y su hermano, hubiesen de quedarse solos, era conveniente que la niña, debido a su corta edad, recibiera una educación mejor que la que ellos podrían ofrecerle. Así se hizo y su tío se encargó de preparar su ingreso en el convento de Santa Catalina, en ese mismo convento donde se encontraba.

         Qué lejanos recuerdos, pero qué presentes aún en su memoria. No en vano una y otra tarde, después del rezo de vísperas y antes del toque de llamada para el refectorio, durante el pequeño lapso de tiempo que otras hermanas aprovechaban para dar un paseo por el claustro, ella se asomaba por aquella ventana y pasaba los ratos de que disponía disfrutando de aquel hermoso paisaje, que por otra parte ya le resultaba, después de cuarenta y tantos años años, tan familiar.

         Le resultaba particularmente agradable aquella hora de la tarde. En el verano, cuando el sol se ocultaba tras de las montañas del horizonte, se percibía un agradable sosiego, y una delicada brisa constituía una tregua que aliviaba de los secos calores que abrasaban los campos. Cuando el otoño llegaba, los árboles que se desprendían de sus hojas, le invitaban a pensar y recordar sus seres queridos, que poco a poco habían ido desapareciendo. Los campos, que entregaban sus frutos a los labradores que tan duramente los habían trabajado, a meditar sobre el paso por la vida, los frutos recogidos vida cuando esta termine. El invierno pureza, renovación, morir para volver a nacer. Cuando las nieves de la montaña bajaban hasta el valle cubriendo de un blanco manto lo que en otro tiempo eran verdes praderas, traían hasta la mente de Aurora la esperanza de una nueva vida: morir para volver a nacer de nuevo. Por primavera, cuando los campos volvían a reverdecer, cuando el olor al tomillo y al romero que cubría la ladera, volvía a invadir el ambiente, cuando los árboles volvían a vestirse de nuevo, cuando en definitiva, todo volvía a revivir, la mano de Dios que es capaz de hacer brotar una y otra vez el milagro de la vida.

          Todos estas consideraciones, estas reflexiones acudían a la mente de Aurora cuando desde aquella atalaya se asomaba a su ventana, a aquel mirador después del rezo de vísperas y antes de acudir al refectorio.

         Era esta una costumbre que había adquirido desde pequeña a pesar de los regaños y la prohibición de la madre superiora. Siempre le había gustado ver aquel trocito de mundo desde aquel pequeño hueco en la vieja pared que le permitía asomarse al universo, el único mundo que ella conocía amén de los lejanos recuerdos que conservaba de su pueblo y de su viaje a La Coruña, su primer y único viaje en tren, del que recuerda el humo de la locomotora y cómo los árboles, las casas y las estaciones pasaban velozmente a su lado. Recuerda haber visto muchas cosas desde aquel tren con su nariz pegada al cristal del vagón desempañándolo de vez en cuando con la manga de su rebeca. Recuerda haber visto muchas cosas desde aquel tren... incluso vio el mar, cuando ya se aproximaban a la ciudad.

         El sol ya se había puesto. Las sombras comenzaban poco a poco a adueñarse del valle. Ya apenas se distinguían las montañas del horizonte, pero aún se perfilaban como sombras oscuras sobre el cielo más claro por donde el sol se había ocultado. Algunas estrellas, las primeras de la noche, comenzaban a brillar. Aurora no conocía su nombre, no tenía idea de los nombres de los astros, pero todas las tardes las veía aparecer cuando el cielo estaba limpio y transparente. A su modo, para sí misma, le había puesto nombres a las más tempranas, a las más brillantes. Aquella que aparecía la primera, por donde el sol se ocultaba, era Santa Rita. Aquella otra, más alta sobre el horizonte, pero con algo menos de brillo, era Santa Cecilia. Otras dos juntitas, que aparecían casi al mismo tiempo, eran Santa Justa y Santa Rufina, dos hermanas vírgenes mártires que murieron defendiendo su fe. La luna, sin embargo, no tenía nombre, era simplemente la Luna.

         El aire continuaba soplando frío y lóbrego en aquella noche desapacible. Los viejos muros de aquella vieja fortaleza posteriormente reedificada, más que restaurada, y convertida en convento parecían dispuestos a afrontar el temporal como si de un navío aguantando la tempestad en alta mar se tratara.

         Muchos habían sido hasta entonces las adversidades sufridas por aquella vieja fortificación en otro tiempo mansión de grandes señores. Muchas las tempestades sufridas por aquella nave

         En otro tiempo allí vivió el señor y dueño te todas aquellas tierras que se divisaban desde la colina, Don Gonzalo de Medina con su señora, Doña Irene.

         Don Gonzalo siempre luchó bravamente al lado del rey durante la expulsión de los moros de aquellas tierras.

         En una cruenta batalla su palacio fue destruido y la mayoría de sus soldados murieron, pero el enemigo fue finalmente vencido y expulsado de sus dominios. El tenía que seguir luchando, pero dejó a doña Irene, su mujer, al cargo de unas hermanas que por aquel entonces tenían su casa en la falda de la colina. Poco después murió en la batalla.

         Doña  Irene mandó reedificar aquella fortaleza para que fuera la casa de aquellas monjas que tan amablemente la habían acogido, y su casa hasta su muerte. Así mismo mandó construir dos tumbas donde descansarían para siempre su marido y ella cuando llegase su hora, e hizo donación de todos sus bienes a las hermanas del convento. A cambio de esto mandó que se dijeran dos misas al año, una cada día del aniversario del fallecimiento de cada uno de ellos.

         En aquel viejo edificio que se levanta en lo alto de aquella colina, en la única pared que quedó después de su destrucción, hay un viejo mirador donde Aurora, desde que era niña, pasa las horas mirando aquel trozo de mundo, casi el único que conoce, pero que ella considera “su mundo” como reina y señora de aquel castillo.

         La noche es fría, y el viento sopla del norte. Suena una campanilla que llama a las hermanas a reunirse para la cena. La hermana Aurora cierra la ventana. Hoy no ha visto a Santa Rita ni a Santa Cecilia, tampoco a Santa Justa ni a Santa Rufina, ni a tantas otras estrellas de las que ella sola conoce su nombre, pero se despide de ellas, porque sabe que están ahí, abrigadas por las nubes que cubren el cielo, porque en aquella noche de otoño también las estrellas sienten frío.

 

 

 

FIN