Francisco
Vicente de la Cruz
Aquel
día era un día especial para Juan.
Juan era desde hacía 25 años el cartero de aquel barrio. Desde hacía
un cuarto de siglo había prestado sus servicios de forma intachable a todos sus
vecinos. Conocía a todos y cada uno de ellos, a las señoras, a los chicos...
Todos ellos conocían así mismo a Juan, quien disfrutaba del gran aprecio de
todos.
Aquel día era especial para Juan porque era su último día de reparto,
le había llegado el día de su jubilación. Terminaba su vida profesional. Toda
una vida dedicada al servicio de Correos. Había llegado el momento de decir adiós
a los vecinos a los que había servido impecablemente durante tanto tiempo.
Pasó como cada día al comenzar el reparto por la joyería. El señor
Miguel salió de la trastienda al verle llegar. Llevaba un objeto en la mano que
le entregó a Juan con un abrazo. Era un pequeño paquete donde había un reloj.
-Quiero hacerle entrega de este pequeño obsequio, Juan, en
agradecimiento por sus excelentes servicios durante tanto tiempo con nosotros. Sólo
deseo que su vida como jubilado sea feliz, y que nos visite de vez en cuando.
-Gracias, Miguel, no he hecho más que cumplir con mi obligación.
Así fue pasando por todos y cada uno de los establecimientos del barrio,
de los portales por donde todos los días había ido dejando la correspondencia.
Dejando la correspondencia siempre con un atento y amable saludo.
En la tienda de deportes, don Dositeo le tenía preparado otro regalo. En
esta ocasión se trataba de un lote de artículos de pesca, afición favorita de
Juan.
La señora Elisa, la de la tienda de bolsos, le regaló una cartera al
tiempo que le estampaba un par de besos.
Los porteros de los edificios, con los cuales tenía relación diaria...
todos en general, cuantos le conocían, le despedían con efusión y cariño.
En el número 4, desde el tercer piso, al ver llegar a Juan, doña
Mercedes, la mujer del policía municipal le llama desde la ventana.
-Por favor, Juan. ¿quiere subir un momento?
Toma Juan el ascensor con su cartera a cuestas acudiendo a la llamada de
doña Mercedes, que ya le espera con la puerta entreabierta.
El asombro y la sorpresa de Juan al ver a doña Mercedes que le abría la
puerta fue impresionante y espectacular.
-Pase Juan, por favor. –Le indicó doña Mercedes.
Había salido la mujer del policía municipal a recibir a Juan a la
puerta vestida con un minúsculo camisón blanco, transparente. A través de
este se traslucía una minúscula ropa interior sugerente y provocativa.
-Pase Juan, por favor. –repitió doña Mercedes. –no se quede ahí,
Juan.
-Con su permiso –se atrevió a decir Juan ruborizado al tiempo que
pasaba al interior de la casa.
-Adelante Juan, adelante.
Una vez dentro de la casa doña Mercedes le llevó directamente al
dormitorio. Allí le invitó a que se pusiera cómodo comenzando a quitarse las
minúsculas prendas que cubrían su cuerpo invitando a Juan que hiciese lo
mismo.
No fue fácil para Juan; nunca en su vida profesional en tantos años se
le había dado caso similar en relación con los vecinos de aquel barrio. No
pudo vencer la tentación ante aquella mujer, que él había considerado siempre
como una señora formal, prudente y sensata, pero al mismo tiempo de una belleza
llamativa y de carácter abierto y simpático.
Allí, en aquella cama, tuvo Juan la historia de amor más sublime y
gloriosa que se podía haber imaginado. Aquel cuerpo aún joven de mujer entregándose
por completo y sin reservas al placer más absoluto y de aquella manera tan poco
usual, era para Juan algo que no recordaba desde sus tiempos de juventud, cuando
había tenido alguna ventura pasajera antes de conocer a su esposa.
Al cabo de un rato, satisfechos ambos, doña Mercedes invita a Juan a
pasar al comedor.
Allí les espera un suculento desayuno. Café...zumos...frutas... nada
faltaba en aquella mesa. Junto a la taza del café un billete de mil pesetas.
Juan no salía de su asombro. La mañana había estado colmada de
sensaciones fuertes, de emoción, pero aquello ya había sido demasiado. Nunca
hubiera pensado en tener una aventura con aquella señora; además aquel
desayuno y para colmo aquellas mil pesetas junto a su taza.
-Disculpe, doña Mercedes. –dijo Juan temerosamente
-Dígame, Juan.
-Discúlpeme, no entiendo nada de todo esto.
-Es muy fácil Juan. Son cosas de mi marido.
La perplejidad de Juan aumentó exponencialmente al escuchar aquellas
palabras. No podía dar crédito a lo que estaba escuchando. No podía ser que
el marido de doña Mercedes, aquel policía municipal con cara de amargado, de
pocos amigos, que apenas dirigía el saludo por la calle como si le costase
dinero hacerlo, fuese al autor de todo aquello. Tan sólo un par de veces había
hablado con él para saludarse simplemente. No acertaba a comprender de ninguna
manera lo que doña Mercedes le acababa de decir.
-¿Dice usted...?
-Sí, Juan. Cosas de mi marido. No he hecho más que seguir sus
instrucciones. Anoche, durante la cena, le dije: “Cariño, mañana se jubila
Juan, el cartero, deberíamos hacerle un pequeño obsequio de recuerdo.” A lo
que el me contestó:
-“Dale mil pesetas y que lo follen” Lo del desayuno ha sido idea mía.
FIN