La Mujer del Lago

Cuento

 

    En uno de mis viajes por la lejana Laponia, allá en el norte de Europa donde las noches son casi eternas en invierno, y los hielos del círculo polar comienzan a extender sus dominios, recalé en un pueblecito pequeño de gentes dedicadas a la industria de la extracción de madera y al pastoreo de los renos; aunque algunos renos viven aún en estado salvaje, la mayor parte han sido domesticados y son una fuente de trabajo, leche, carne y ropa, constituyendo la principal actividad de la mayoría de los habitantes de aquella zona, conocidos como saamis

Gente amable y sencilla la de aquel pueblo, que me pidieron que me quedase con ellos a pasar aquella noche. La noche del veintiuno de diciembre era una noche especial para ellos.

Por aquellas latitudes y por esas fechas apenas se llega a ver la claridad del día, pues la oscuridad reina durante casi las veinticuatro horas.

Llegué a aquel pueblo por casualidad. Me había desviado de mi ruta hacia el Parque Nacional de Abisko, donde pensaba pasar la Navidad en compañía de unos amigos.

En la taberna del pueblo apenas media docena de hombres de edad avanzada me explicaron entre vaso y vaso de wodka la historia que sucedió en aquel pueblo hacía ya muchos... muchos años.

 

Nadie recuerda ya cuantos años han transcurrido, pero aún la gente de este pueblo, hombres y mujeres, mayores y niños seguimos esperando a que aparezca de nuevo la mujer del lago que se llevó a uno de nuestros hijos. Era el atardecer de un veintiuno de diciembre como hoy. Fue arrebatado de los brazos de su madre, que impotente, vio cómo una mujer, vestida de negro, se adentraba con él en el lago helado hasta que desapareció en la oscuridad. Solo le dijo a la madre cuando se marchaba: "un día te lo devolveré" De esto han pasado muchos años y aún esperamos que la mujer del lago cumpla su promesa y nos devuelva al niño sano y salvo.

La madre murió hace mucho tiempo, a los ciento un años de edad. Toda su vida vivió con la esperanza de volver a ver a su hijo, a su niño pequeño, pues siempre confió en que le sería devuelto sin que los años hubiesen pasado. Ella siempre deseó volver a ver a su hijo pequeño tal y como se lo llevó aquella mujer.

Aquella noche las gentes del pueblo y la de otros pueblos ribereños al lago salieron en su busca a ver si los encontraban. Pasaron toda la noche a la orilla del lago alumbrándose con hachones encendidos, pero todo fue en vano. Ni la mujer ni el niño han sido vistos de nuevo. Desde entonces todas las noches del veintiuno de diciembre los hombres de este pueblo salimos en su busca. Aquí todos esperamos, como la anciana madre hasta el día de su muerte, que el niño retorne. Todos esperamos ver un día como hoy a la mujer de negro que se llevó al hijo de este pueblo.

¿Nunca vieron nada en el lago en sus noches de vigilia? –pregunté al viejo.

Tan sólo... –prosiguió tratando de recordar –en mi juventud, como puede suponer usted, de esto hace ya muchos años, el cadáver de un hombre de mediana edad apareció a la orilla del lago entre los hielos. Nadie supimos de quién se trataba. Las gentes de los pueblos de alrededor tampoco lo reconocieron. Nunca supimos de quién se trataba ni de donde había venido. A la mañana siguiente fue enterrado en el cementerio del pueblo donde aún hay una lápida sin nombre alguno; sólo con una fecha, la del 21 de diciembre de aquel año.

El viejo hizo una pausa mientras bebía otro trago de wodka. Se pasó el dorso de la mano por los labios. Se llevó la mano a la barba tratando de continuar con el hilo de la historia.

Mañana, cuando vengamos del lago, -prosiguió- toda la gente esperará a los hombres con sus trajes de fiesta. Todos los niños vestirán de blanco, el mismo vestido que se ponen cuando se bautiza un niño nacido entre nosotros. Ningún niño ni ninguna niña dejará de vestir un gorro blanco, símbolo de la esperanza y de la alegría por que todos esperan que esta noche arranquemos de los brazos de la mujer a la criatura.

Poco a poco la taberna se fue llenando de gente. Yo estaba intrigado por conocer todos los detalles de aquella historia. Los más jóvenes callaban y guardaban respetuoso silencio mientras los más ancianos, y sobre todo aquel hombre de la barba blanca, seguían explicándomela con todo detalle.

Los que llegaban a la taberna iban pertrechados con zurrones, bastones, hachones, teas, y otros enseres para pasar la noche fuera del pueblo.

Me invitaron a ir con ellos. Aunque no era muy frecuente que un turista como yo anduviese por aquellas latitudes en la fría temporada de invierno, tampoco lo era que ningún hombre mayor de edad quedase aquella noche en el pueblo. En vista además del interés que yo mostraba en aquella historia, insistieron. Me proporcionaron ropa de abrigo y me uní al grupo.

Por el camino, apenas dos kilómetros del poblado, fueron unos y otros comentándome diversas anécdotas todas ellas relacionadas con el acontecimiento que se conmemoraba aquella noche. Unos relataban cómo fue su primera noche junto al lago al cumplir su mayoría de edad. Era todo un acontecimiento el día que un chico acudía por primera vez. Era como una ceremonia que nunca, a decir de ellos, olvidarían. Otros comentaban cómo en cierta ocasión aguantaron junto al lago grandes temporales y fuertes ventiscas, pero que en ningún momento les hicieron desistir.

Llegamos al lago cuando ya la luz del horizonte se había desvanecido. Al momento se organizaron en grupos como si ya todo estuviera previsto. Unos, los más jóvenes, cortaron leña para encender las fogatas; otros comenzaron a sacar las cosas de sus zurrones; los más ancianos organizaban y disponían la situación del campamento dando instrucciones a los demás.

No tardaron en verse brillar puntos luminosos señalando el perímetro del lago. Uno a uno, poco a poco fueron encendiendo también sus fogatas el resto de los pueblos ribereños. Ellos estaban solidariamente, como lo habían hecho siempre, atentos también aquella noche por si aparecía la dama negra, la mujer del lago. En alguno, los más cercanos, se apreciaba cómo la gente se movía alrededor del fuego, más no se oía nada, sólo el bramido de algún reno o el aullido de algún zorro por las proximidades.

La noche estaba serena y clara. Las estrellas en el cielo parecían también colaborar en aquella noche de vela en silencio, como la demás gente. La luna, dada la latitud en la que nos encontrábamos, apenas había salido y ya se estaba ocultando en el horizonte perfilando sobre ella su silueta los abetos del bosque que se extendía por la orilla opuesta del lago.

En pocos minutos estaba todo organizado y nuestra fogata ardía vivamente asegurando calor para toda la noche; los más jóvenes habían preparado un buen montón de leña para mantenerla viva.

Cuando ya estaba todo preparado, el más anciano de todos, el que con más detalle me había contado la historia en la taberna, impuso silencio a todos.

Habló con voz pausada pero enérgica dirigiéndose al grupo:

Sabéis que desde hace muchos años un hermano nuestro que apenas había comenzado a vivir entre nosotros, fue arrancado de los brazos de su madre por una mujer. Aquel día todos los hombres del pueblo, y de los pueblos de la orilla del lago hicieron lo mismo que nosotros estamos haciendo hoy: salir en su busca. En alguna ocasión se ha visto a la mujer durante la noche vagar por las heladas aguas haciendo temblar las montañas con su sarcástica risa. No podemos permanecer en casa escuchando cómo ella se ríe de nosotros. Estemos vigilantes para arrebatarle a nuestro hijo.

Hoy, -prosiguió- nos acompañan por primera vez dos nuevos convecinos que durante este año han cumplido su mayoría de edad. Dios quiera que vuestra vida sea larga para poder vigilar el lago muchas noches como esta. Acordaos de este día como yo me acuerdo de aquel día lejano en que vine por primera vez.

Diciendo estas últimas palabras tomó tres vasijas de barro y echó en ellas una bebida oscura que previamente había estado calentándose a la lumbre. Tomó una para sí y dio las otras dos a los jóvenes.

Dios os conceda el galardón de que a lo largo de vuestra vida podáis ver cumplido nuestro deseo. Al mismo tiempo tenga en su gloria a aquellos que murieron con la esperanza de lograrlo y no pudieron.

Así sea –contestaron los demás a coro.

Bebió el anciano y tras de él los muchachos. Rápidamente se distribuyó aquella bebida entre los demás del grupo y volvimos a levantar los vasos ya todos juntos.

Nunca había probado aquella bebida. Estaba caliente y apetecía, pero tenía un sabor amargo y evidenciaba un fuerte contenido alcohólico. Uno de los que estaba a mi lado se dio cuenta de mi instintivo gesto de desagrado y se apresuró a animarme a tomar otro trago.

Esta bebida –me dijo- se bebe en esta comarca tal noche como hoy. Ayuda a combatir el frío y a aguantar la noche. Su sabor amargo es debido a la destilación de una baya, la mabuaca, que crece silvestre por esta zona. Es un fruto venenoso tomado crudo, pero no temas, así no te hará nada. Está mezclada con otra semilla similar al anís que suaviza un poco su sabor.

Verdaderamente está muy buena –me apresuré a decirle mientras acercaba el vaso de nuevo a mis labios- El segundo sorbo de aquel brebaje ya no me pilló tan de improviso y me pareció un poco más agradable.

No hube retirado el vaso y ya solícitamente estaba siendo llenado por otro de los hombres.

Al mismo tiempo comíamos una especie de pasta o masa hecha con diversas frutas, acompañada con carne seca de reno

No sé cuánto bebí aquella noche. Los vapores del alcohol no tardaron en subirse a la cabeza. Luego me enteré que aquella planta tiene un efecto narcotizante, de ahí que me dijeran que tomada natural su baya es venenosa. No tardé en sentir que mi cabeza me daba vueltas mientras los demás seguían bebiendo y bebiendo. El estómago ya no aguantaba más aquel brebaje dentro y no tardé en echarlo. Falta de costumbre, -escuché que dijo alguien- se le pasará.

Me arroparon con unas mantas al lado de la fogata. Ellos seguían hablando y hablando con una voz susurrante, como temiendo levantarla y no escuchar algún ruido que se produjese en los alrededores. Sólo el mugir de los renos y el aullido de los zorros se escuchaban en la noche. No tardé en quedarme dormido pensando en aquella historia, en la mujer del lago, en el niño que nunca apareció, en aquellos hombres que estaban allí esperándolo.

A la mañana siguiente aún notaba en mi cabeza los efectos de aquella bebida que al principio me resultó tan desagradable pero que posteriormente apetecía tomar por la confortante sensación y el calor interno que proporcionaba. Gracias a ella había podido aguantar aquella temperatura. Recordaba haber tenido un sueño aquella noche, no se si un sueño normal, como cualquier otro, pero inducido por la causa que nos tenía allí, o por los efectos de aquella bebida. Había escuchado un ruido muy fuerte, como un trueno, como si el hielo del lago se hubiera roto y los ecos en las montañas sonaran como una risa que se perdía en la noche. ¿Era la mujer de negro que había salido aquella noche a burlarse de aquellas buenas gentes que vivían con la esperanza de recuperar a aquel niño? ¿Era su sarcástica risa?

Fuera lo que fuere, a la mañana siguiente volví al pueblo con los demás convencido de que, en las profundidades del lago había algo que hacía que año tras año, generación tras generación acudiese allí aquella gente con la fe de ver a aquella siniestra mujer y arrancarle el niño que se llevó de su madre.

A la llegada al pueblo fuimos recibidos con alegría entre los vecinos. Todos los niños y las niñas vestían de blanco. Las mujeres vestían sus mejores galas de días de fiesta. Así era la tradición en aquel lugar. Era la fiesta que se preparaba a la llegada de los hombres con el niño en brazos. Tal era su fe en que ese día llegaría, que las mujeres habían preparado el mismo dulce típico que se prepara en los bautizos cuando nace un niño en el pueblo. Era la fiesta del bautizo de ese niño que arrebataron a su madre aún sin bautizar.

Me invitaron a quedarme a pasar la navidad con ellos. Nada me hubiese gustado más, pero mis amigos me esperaban. Prometí al viejo de la barba blanca que otro año volvería para acompañarles a la orilla del lago. La hospitalidad de aquellas gentes me conmovió, así como sus tradiciones y, sobre todo, la fe que tenían en recuperar de nuevo a aquel niño sano y salvo.

Han pasado muchos años desde aquel viaje. No he vuelto a saber nada de aquella buena gente y no he podido volver para cumplir mi promesa, pero cada noche del veintiuno de diciembre, cuando comienza el invierno, cuando las navidades se acercan, me acuerdo de la gente de aquel pueblo, de los ancianos de la taberna, del de la barba blanca... y siento un impulso, un tremendo impulso que me induce a volver allí, a la orilla del lago con aquellos hombres, a pasar la noche con ellos, con mi taza de mabuaca amarga y caliente en la mano, para volver al pueblo a la mañana siguiente con el niño en brazos y celebrar con ellos su bautizo.

 

 

FIN