Cuento
Francisco
Vicente de la Cruz
-Nacho... a lavarte los dientes y a la cama.
-Voy mamá.
-Nacho que es tarde...
-Ya voy mamá.
Nacho seguía viendo su película de dibujos animados preferida sin hacer
demasiado caso a su madre que ya le había repetido tres o cuatro veces que
debería ir dejando todo para otro día e irse a acostar.
Había venido con papá y mamá de ver la cabalgata de reyes todo
ilusionado porque había visto con sus propios ojos a su rey favorito, al rey
Gaspar, al que le había dirigido su carta y al que le iba a traer aquella
noche, cuando estuviera dormido, los juguetes que había pedido en su carta.
Acaba de cenar y sin perder tiempo se había puesto a ver la película que había
pedido a Papá Noel y que le trajo el día de Nochebuena.
-Venga Nacho, hijo, vete a la cama enseguida, que
van a venir los reyes y si te pillan levantado o sin dormir, pasarán de largo y
no te dejarán nada de lo que has pedido.
Eso era otra cosa. Ante la advertencia de la madre de que si no estaba en
su cama y dormido cuando llegasen los reyes se quedaría sin su coche de
carreras con radio-control, sirena y luces. Ante la posibilidad de que los reyes
no le dejasen sus patines como los que tenía su amigo Alberto, amén de otra
serie de juguetes que había pedido en su carta, apagó rápidamente la televisión
y corrió al baño a lavarse los dientes como mamá le había mandado.
-Da un beso a papá y a dormir mucho, que mañana tendrás tus regalos si
los reyes consideran que fuiste un chico bueno.
-Sí que lo fui. –se apresuró a afirmar rotundamente Nacho.
-Eso lo dirán los reyes esta noche. –intervino su padre.
-Ven conmigo a la cama, papá y me cuentas un cuento. Prometo dormirme
enseguida.
-Tendrás que hacerlo así, pues los reyes no dejan nada a los niños que
están despiertos. Da un beso a mamá y te contaré la historia de un niño como
tú y que sucedió en una noche de reyes.
-Prometo que me dormiré enseguida, papá.
-Te voy a contar un cuento que sucedió una vez a un niño como tú. Se
llamaba Alejandro y tenía más o menos tu misma edad.
-Alejandro como tú.
-Sí, pero Alejandro, el niño del cuento, vivía hace muchos años en un
pueblecito muy pequeño en plena montaña.
-¿Hace muchos años? ¿cien?
-No tantos. Hace exactamente treinta y cinco años y sucedió esta
historia una noche de víspera de reyes como hoy. Como te digo, este niño vivía
en un pueblo en plena montaña donde hacía mucho frío; en invierno nevaba
mucho y se pasaban muchos días en que los niños no podían ir al cole. Era muy
difícil que los reyes magos llegasen en sus camellos hasta aquel pueblo, pues
había nevado por los caminos y no podrían andar ni los reyes ni sus pajes.
-Los camellos de los reyes llegan a todas partes, porque los reyes son
magos.
-Hay algunos niños que no pueden recibir juguetes por diversas causas,
entre otras porque a veces los camellos no pueden llegar.
Este
niño, cuando era muy pequeñito, se había quedado sin papá y sin mamá, pero
unos señores del pueblo, que no tenían niños, le adoptaron y le hicieron hijo
suyo, y le querían tanto, tanto que era como si estos señores fueran sus papás
de verdad. Vivía con ellos desde que nació feliz y contento como cualquier
otro niño.
El
papá, pues así le consideraba, de este niño era el cartero del pueblo.
-Como
tú, también cartero.
-Sí, pero como de esto ya hace muchos años, y además era en un pueblo muy pequeño y alejado, ser cartero allí no era tan sencillo como ahora en la ciudad. La vida era mucho más dura, tanto para él como para cualquier persona. En aquella época, y menos aún en aquel pueblo, no había las comodidades que tenemos ahora en la ciudad. En aquellos tiempos en ese pueblo no había luz eléctrica ni teléfono. Tampoco llegaban hasta allí los pocos coches que entonces había, pues los caminos eran muy malos y en invierno la lluvia y la nieve los hacía intransitables, por tanto sus habitantes a veces se quedaban aislados sin poder salir de allí.
-Pues
a mí me gusta mucho cuando nieva; me gusta hacer bolas de nieve y los niños
nos las tiramos. Pero no se lo digas a mamá, no quiere que lo haga porque cojo
frío y me pongo malo.
-En
algunos sitios, como en el pueblo del que te hablo, nevaba mucho más que aquí,
tanto que muchas veces los niños no podían ir a la escuela y tenían que
quedarse en casa hasta que la nieve se retirase.
El
cartero de este pueblo debía bajar todos los días a la ciudad, que estaba a
unos diez kilómetros de distancia, recoger el correo y repartirlo de regreso a
los vecinos de la aldea. Todo esto lo hacía en una vieja bicicleta que llevaba
acompañándole durante muchos, muchos años.
Como
te decía, era la noche de reyes como hoy. Este niño había pedido a los reyes
un balón, un balón grande, en su pueblo decían “de reglamento.” Un balón
de cuero, como los de verdad, que él vio una vez en un escaparate cuando su mamá
le llevó a que le viera el médico cuando estaba malito. Había escrito su
carta apresuradamente el día anterior y se la había dado a su papá para que
se la pusiese en el correo, pues en aquel pueblo no llegaban los pajes ni se
instalaban buzones para las cartas de los reyes.
-Yo
siempre te la doy a ti, pues teniendo un papá cartero llega antes.
-Así hizo este niño, se la dio a su papá para que llegase a tiempo y
el día de reyes, en cuanto se levantase, poder jugar con su balón. El papá
metió la carta del niño en su cartera antes de salir para la ciudad. Recogió
en el buzón del pueblo las cartas de la demás gente, entre ellas las de otros
niños y, como todos los días marchó a entregarlas a la oficina y recoger las
que él tenía que repartir. Nunca le había sucedido nada igual, pero al volver
a casa después de haber repartido la correspondencia de aquel día, vio con
asombro cómo la carta de su hijo se había quedado inadvertidamente en el fondo
de la cartera. Era ya muy tarde, pronto se haría de noche y amenazaba una cruda
noche de invierno con lluvia y nieve. Llamó a su mujer y le contó lo sucedido:
-He de volver a la ciudad. La carta del niño se ha quedado sin entregar a los
reyes y si no llega no podrá tener mañana sus regalos. –Es muy tarde, le decía
la mamá. Hace mucho frío y la nieve no te dejará pasar la montaña. –Iré a
dejar la carta. Nunca he dejado de entregar una carta en muchos años y no va a
ser precisamente la del niño en la víspera de reyes.
-Era muy valiente.
-Sí que lo era. Tomó el cartero su vieja bicicleta, se abrigó con el
chaquetón del uniforme con el que hacía servicio, que era el que mejor le
quitaba el frío, se colgó al hombro la enorme cartera de cuero con la que
transportaba la correspondencia, y se encaminó sendero abajo hasta la ciudad.
Alejandro se fue a la cama muy temprano aquella noche, como has hecho tú
hoy, y como hacen todos los niños cuando van a venir los reyes. Se quedó
dormido muy pronto. Soñó primero con su balón, con su flamante balón que le
iban a traer los reyes. Soñó también con unos niños que jugaban con él.
Aquellos niños no habían recibido los regalos de los reyes magos; eran niños
como los que él había visto en las estampas de la catequesis que le daba don
Lorenzo, el párroco. Niños de otros países donde no sólo no conocen a los
reyes magos ni a Papá Noel, tampoco conocen al Niño Jesús; niños cuyos papás
no tienen dinero para darles de comer ni para comprar medicinas que les curen.
Como le había dicho a Alejandro su mamá, había niños pobres que no podían
recibir sus regalos. También había otros, que por ser malos durante el año,
tampoco los recibirían, pero con los que Alejandro jugaba con el balón de sus
sueños no los habían recibido por que sus papás eran pobres. El les dejaba su
balón y jugaban y jugaban contentos en un parque donde había mucha gente.
El papá de Alejandro llegó a la ciudad y rápidamente, antes de que
fuese más tarde y apagasen los escaparates de las tiendas porque la gente se
marchaba a esperar con sus hijos la llegada de los reyes magos, entregó la
carta, y ya satisfecho, emprendió el camino de nuevo hacia casa. Mientras
Alejandro jugaba con su balón nuevo, mientras soñaba, su papá luchaba por
subir en su bicicleta el largo camino que aún le separaba del pueblo. El camino
era largo y la noche se tornaba cruda y gélida. Estaba nevando y ya apenas se
adivinaba el trazado del camino. La ciudad quedaba atrás. Se veían las luces a
lo lejos allá abajo en el valle. Aunque había hecho ese camino miles de veces
apenas sabía donde se encontraba, pues la nieve había borrado las señales del
camino. Tan sólo se escuchaba a lo lejos el aullido de algún animal. Eran
lobos que vivían por los alrededores. Los lobos de la montaña aúllan en las
noches nevadas y sus aullidos se escuchan muy lejos retumbando en la montaña
desde los cuatro puntos cardinales.
Nuestro
amigo el cartero calculaba que aún le quedaba la mitad del camino por recorrer.
No era cuestión de pensar en volver atrás. Su mujer le esperaba en casa y su
hijo tenía que tener el regalo de reyes a la mañana siguiente. Ya no podía más.
Las piernas, congeladas ya no le respondían. Los dedos de las manos se habían
vuelto insensibles. Optó por continuar andando con la vieja bicicleta, su fiel
compañera tantos y tantos días por aquellos caminos cogida de la mano, pero
tampoco sentía ya los pies y no podía andar. Nadie pasaba ya a esas horas por
aquellos caminos. Nadie a quien pedir ayuda. Sólo la firme voluntad de llegar a
casa aquella noche antes de que amaneciese le mantenía en pie, pero ya por poco
tiempo. Cayó a un lado del camino y allí quedó sin que nadie pudiera echarle
una mano. El frío era inaguantable para aquel hombre sólo que no tenía más
abrigo que su gorra de cartero y aquel viejo chaquetón azul marino con el que
hacía el servicio diario y que según él era el que mejor le quitaba el frío.
-¿Y la mamá del niño no fue a buscarle?
-La mamá no podía ir por él, y si hubiese ido habría quedado también
entre la nieve. Sólo lloraba y lloraba en
silencio porque su marido no venía. Rezaba entre lágrimas ella sola esperando
a su marido toda la noche rogando a Dios por que se hubiese quedado a dormir en
la ciudad o al menos guarecido en algún lugar al abrigo de aquel temporal.
Mientras tanto el niño seguía soñando y jugando con su balón nuevo con otros
niños en aquel parque felices y contentos todos.
-Lo podían haber visto los reyes magos al pasar.
-Los reyes magos, hijo mío, tienen que recorrer muchas casas de muchos
niños en una sola noche y vienen cruzando las montañas para poder llegar a
todas partes, porque por eso son magos.
-Entonces... ¿se murió?
-No, pero a la mañana siguiente lo encontraron los vecinos del pueblo
que salieron en su busca casi muerto de frío. Estaba muy malito y ya no pudo
volver a traer y llevar el correo del pueblo a la ciudad. Estuvo en cama algún
tiempo hasta que murió a consecuencia del frío que había pasado aquella
noche.
Cuando le encontraron, estaba al lado de su
bicicleta, llevaba puesto el chaquetón del uniforme, que él decía que era el
que mejor le quitaba el frío, y en su gran cartera de cuero, en la cartera que
todos los días llevaba las cartas, iba un hermoso balón “de reglamento”
como el que Alejandro quería. Había visto en persona aquella noche a los reyes
y le habían dado el balón que Alejandro pidió en su carta, pues era muy tarde
y tal vez ellos no podrían subir al pueblo a causa del mal tiempo. Así pues,
nuestro buen hombre hizo de rey mago para su hijo aquel día, y aquella mañana
al levantarse, Alejandro tuvo su balón y lo primero que hizo fue correr todo
contento a enseñárselo a su padre enfermo en la cama.
-Pobrecillo... Era muy valiente el abuelo...
Al escuchar esto, un escalofrío recorrió el cuerpo de Alejandro y dos lágrimas
resbalaron por sus mejillas. La emoción que experimentó al oír aquello de la
boca inocente de su hijo no la había sentido jamás. Le faltaron las palabras
para seguir, y un nudo se le hizo en la garganta.
-No llores, papá. A mí también me gustaría tener un papá tan
valiente y bueno como fue el abuelo.
-Sí hijo mío... –apenas podía continuar. -Era un valiente... era el
mejor padre del mundo.
-Papá... el mejor padre del mundo eres tú. No llores... ¿Sabes una
cosa? El año que viene le pediré a los reyes que me traigan otro balón como
el que tuviste tú de niño.